Sólo existía el eco que gritaba en mi cabeza desde hacía un tiempo, que me demostraba que por dentro cada vez estaba más y más vacía. Ni sensibilidad, ni lágrimas. Sólo una autómata con la que ni si quiera el aire se atrevía a quedarse mucho rato. Entraba. Salía. Y, de nuevo, hueca.
Me dejé caer, poniendo a salvo a mis piernas del peso de un cuerpo libre de sentimientos que sonó a roto con el golpe. Y cerré los ojos, sintiendo cómo mi frialdad hacía parecer cálidas a las hojas que me sostenían aún no sé por cuánto tiempo.
Los acabo de abrir al notar cómo ha crujido el suelo al acercarte. Me has ofrecido tu mano, y has tirado de la mía para levantarme mientras me decías que mi sitio está más alto, justo en la rama de ese árbol con vistas al cielo más bonito del otoño. Y ahora, sentada aquí arriba, te dejo un hueco a mi lado para darte las gracias...
... por no dejarme sola ni si quiera cuando te lo pido. |
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