Empecé
por no saber la diferencia entre las veces que me decía la verdad, y las veces que bromeaba cerrando con un "hablo en serio". Siempre creí que sus atrevimientos eran simples tomaduras de pelo, y que su forma de demostrar cuánto me conocía era mera casualidad. No había pasado tanto desde esa mañana en la que dos desconocidos tropezaron en las escaleras mecánicas del metro, y dos besos tímidos les dejaron presentarse. ¿Cómo es posible que, desde esos dos besos en esas escaleras, y los incontables que nos damos ahora en las demás, haya podido saber tanto de mí sin saber nada? Incluso más de lo que yo misma sé.
¿Sabes de esas veces en la que crees saber a ciencia cierta que algo es exageradamente improbable? En las que, cuando lo imaginas, agitas la cabeza para sacudir los pensamientos y te juras a ti misma que dejarás de soñar tonterias.
Me sentía así. Sin entender por qué me alegré tanto cada vez que se acordó de mí en forma de mensajes. Y sí, debo darle la razón; se preocupó dándole igual los meses que pasaron y las conversaciones que yo nunca empecé.
Y mírame ahora.
Convertida en jotadependiente.
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